La siesta es un vacío donde el tiempo parece diluirse. En ese silencio absoluto, la luz se filtra sin prisa, el calor se instala en las superficies y el cuerpo descansa, pero sin llegar al sueño. Es un momento de suspensión, de vulnerabilidad.

En este letargo forzado, la soledad se percibe de otra forma. Como una presencia sutil, persistente. La masculinidad, en su aparente fortaleza, encuentra en este instante un resquicio por donde asoman la fragilidad, la insatisfacción y el peso del desamor. Desaparece el control, queda solo el cuerpo expuesto, la mente en su propio laberinto.

El silencio no es descanso, es un espejo. La siesta debería ser refugio, pero aquí se convierte en una suerte de intervalo donde la ausencia se hace tangible. La tarde avanza lentamente, el calor se mantiene, y cuando el ruido del mundo regrese, la sensación de distancia seguirá ahí, intacta.