He visto a hombres llorar sin hacer ruido, como si todavía pidieran permiso para sentir. A veces yo también lo hago. No por vergüenza, sino por costumbre. Nos enseñaron que el llanto debía esconderse, como si fuera algo que se pudre con la luz.

Pero el cuerpo no miente. El dolor se acumula en los hombros, en la mandíbula, en la espalda que se tensa por aguantar lo que no se dice. Llorar no resuelve nada, pero afloja algo por dentro. Nos deja un poco más livianos, un poco más reales.

No es un gesto de debilidad. Es lo contrario: decir “esto me duele” sin necesidad de traducirlo en rabia, en silencio o en distancia. Es un modo de estar en el mundo sin esconderse del todo.

LLorar es de hombres. Yo lloro como un hombre.