Es inevitable enfrentarme al peso de las máscaras cuando observo esta obra. En el reflejo del hombre y la bestia, veo más que una lucha: un pacto forjado entre lo que se espera y lo que se es. La masculinidad, con su forma de coraza, a menudo se convierte en una prisión invisible, un lugar donde los gestos se endurecen y los silencios se acumulan.

El hombre, montado sobre un burro que parece casi ajeno a su carga, lleva en su cuerpo una fuerza que no se permite fragilidad. Su espalda ancha sostiene más que su propio peso; es una espalda acostumbrada a cargar lo que no se dice. Sus hombros velludos, como los de una figura mitológica, insinúan una conexión con lo animal, con lo primitivo, mientras sus piernas, firmes y musculosas como las de Pepe el Romano, evocan una virilidad que no encuentra escape en la ternura. Es un cuerpo que ha sido moldeado para resistir, pero nunca para descansar.

Aquí, el hombre está solo. La mirada no pide, no suplica, pero tampoco engaña. Es el eco de quienes llevan la carga de ser fuertes, de ser invulnerables, y que en el proceso olvidan cómo pedir ayuda. La bestia, más cercana de lo que parece, no es el enemigo. Es parte de él. Quizá sea el miedo. Quizá el instinto que siempre permanece agazapado, esperando el momento de estallar.

Mirarlo duele porque revela la verdad de estar perdido. No hay grandeza en ello. Sólo la crudeza de un hombre y su sombra, obligados a convivir. Y en esa convivencia, algo que podría parecer redención, pero que sigue siendo duda.